11 de julio de 2012

¡AH, LOS DICTADORES, QUE BUENOS SON PARA LAS NACIONES!


(fragmento)

POR:
NICANOR SALVATERRA

El hombre subió por las escaleras. Según caminaba por el pasillo todos los militares a su paso le hacían el saludo. Se sentía muy importante en su uniforme con sus medallas y estrellas; su rango era algo mas que le gustaba. La duración ad vitam de este también. Se desplazó por el corredor hasta la puerta del despacho presidencial. Afuera, dos guardias lo detuvieron para registrarlo de arriba a abajo. Al principio pensó en oponerse pero no valía la pena, la seguridad del presidente venia primero. Incluso de buena gana se sacó el arma de la pistolera y se la entregó al capitán a cargo de la seguridad personal del mandatario. Era una deshonra que dudaran de un héroe. 

El señor presidente inconstitucional de la república estaba sentado en el sillón presidencial. Detrás un cuadro con los próceres de la independencia Duarte, Sánchez y Mella. El general Elías Wessin y Wessin tenía los ojos posados sobre unos mapas de la zona constitucionalista murmurando algo sobre la guerra estando estancada; con el dedo recorría la superficie lisa del plano de lado a lado. Cuando el hombre entró el general de facto levantó la vista brevemente volviéndola a posar inmediatamente sobre los documentos. El hombre sin esperar a que lo invitaran tomó asiento. El presidente circuló algo e hizo una nota referencial con un lápiz luego se quitó los lentes de marco grueso y miró al hombre en la silla frente a su escritorio. 

 —Pensé que había dicho que no dejaran pasar a nadie, estoy ocupado. 
 —Quizás mi visita le convenga, le traigo información pertinente a usted. 
 —Bueno ya esta aquí, y por lo que veo no tengo que decirle que tome asiento. Usted es Pedro y esta es su casa. 

 El hombre no respondió. 

 —Es una sorpresa verlo a usted aquí —dijo el general, su voz en el más monótono de los tonos. 
 —La sorpresa es mía que tuve que esperar asuntos de Estado para poder asomarme por aquí. ¿Por qué será que cuando la gente progresa se olvida de los pobres? 

 El general soltó una carcajada seca y falsa. 

 —Si, la miseria solo trae mas miseria ¿Entonces para que me voy a juntar con mis súbditos? La gente coge mucha confianza y después no quiere respetar. 

El hombre lo miró en silencio, sus ojos parecían incómodos. Era una ignominia que un individuo que no tenia nada que ver con la liberación de la patria de aquel dictador sin escrúpulos que fue Rafael Leonidas Trujillo se creyera tan merecedor. Era él quien había ajusticiado al sátrapa. El quien corrió el riesgo de ser asesinado por el hijo de este. El quien duro seis meses escondido en un armario. Aun así «este pendejo se cree superior a mi». Recordó su conversación con su benefactor personal, entonces sonrío. 

 —Si quiere me tiro una foto y se la regalo —dijo el general Wessin ante la mirada escudriñadora del hombre en silencio. 

El no respondió nada. Lo seguía mirando con un brillo en los ojos y una malicia en la boca que le hizo helar los vellos de la espalda al presidente. 

 —Deje de mirarme así o le mando a sacar los ojos, coño —ordenó furioso. 

El hombre rió. Lo siguió mirando igual entonces pensó en que no quería estropear nada por anticiparse al momento. Se calmo y cobrando la compostura tomó el hilo de la conversación. 

—Excúseme Wessin, es que el dolor del brazo me esta volviendo loco últimamente. Sírveme un trago para que se me calme, por favor. 

— ¿Y que le pasó en el brazo? —preguntó señalando el cabestrillo del que le pendía el brazo izquierdo del cuello. 

—Un atentado de los malditos comunistas esos, pero no importa despaché a varios a conocer el infierno por dentro. 

El general Wessin asintió. Se alzó hacia adelante y tomó la botella de güisqui, vertió un poco en un vaso redondo y se lo pasó al hombre. 

 —Esos malditos marxistas son una peste, lo peor es que se multiplican como conejos. Le digo que matas uno hoy y mañana tienes diez más en las calles. 
 —Yo confío en que los americanos van a encargarse de eso. Tú vas a ver, como a los rusos se le va a acabar su relajo pronto. Los americanos saben como solucionar sus problemas. 
 —¿Y quien necesita de esos pendejos? La verdad es que son peores que los comunistas. Es mas para serle sincero si me ponen a elegir prefiero a los comunistas. Por lo menos a esos se les puede matar sin meterse en problemas. 

Ambos rieron. El general tomó un sorbo de su trago y el hombre lo imitó. El general Wessin se sirvió más güisqui en su vaso. 

—La verdad Wessin es que yo tengo plena confianza en los americanos, carajo si no fuera por ellos tú no estarías aquí dándotelas en jefe del mundo. 

El aun reciente pichón de dictador lo miró fijamente a través del vaso. Lo movió de lado a lado para escuchar el golpe de los cubos de hielo contra el cristal. Le gustaba hacer eso. Lo dejó reposar sobre el escritorio. Sintió una furia que le subía por la garganta. Quizás lo molestó el comentario porque hería su ego o su sentido de superioridad, a lo mejor una combinación de ambos. No se aguantó más, y explotó y lo hizo como usualmente acostumbraba. 

—Escúcheme Imbert, deje de tutearme coño que yo no soy un muchacho. Cuando se dirija a mi hágalo por: general, señor presidente, o hasta su majestad o diosito lindo que le de su gana de llamarme, pero no me tutee. 
—Con todo el debido respeto señor presidente general Wessin, ¿Quien se ha llegado a creer usted? 
 —No, ¿Quien coño se ha llegado a creer usted, buen pendejo? Yo soy el militar de más rango en este país y el presidente vitalicio de la república. 
 —Muy bien, pero acuérdese que yo soy un general ad vitam de esa misma república y un héroe nacional… 
—Usted es Imbert Barrera, lo que a mi se me de la gana que usted sea. Este es mi país, así que no se acredite méritos que yo no apruebe y no me cuestione más. Simplemente agradezca que le esté dejando pasar su indisciplina de hoy porque entiendo que usted se siente despreciado. Aprenda a obedecer primero para que le llegue su turno de mandar luego. Es como decía Aristóteles: “la mejor escuela del mando es la obediencia”. 

El general ad vitam Imbert Barreras se echó hacia atrás en la silla. En la boca y en los ojos esa extraña malicia. Con la mano derecha se topó uno de los zapatos y luego disimuladamente se llevó los dedos a la nariz. Eran sus zapatos favoritos, lo habían acompañando aquella noche del 30 de mayo. Aun le olían a mar, gasolina, y sangre. 

—Usted tiene razón, general discúlpeme —le puso el vaso vacío sobre el escritorio—; me da un poco de güisqui, por favor. 

Tenía una cara de arrepentimiento que hizo sentir mal al general Wessin por su rudeza. Quizás no tenía porque haberse molestado tanto. Tomó el vaso y le sirvió un poco de güisqui. El general Barreras le pidió hielo, la hielera estaba en la mesa detrás de él. En otro momento o en otro lugar no le hubiera dado la espalda pero Imbert estaba desarmado. Además los guardias de la puerta lo habían cateado. Mientras echaba hielo en su vaso y en el del general lo escuchó decir. 

 —Yo hoy me gradúo de la escuela de la obediencia, general. 
 — ¿Que lo hace creer a usted, Imbert que se graduó de esa escuela ya? 
 —Que yo haya matado a dos dictadores y siga vivo. 

Wessin de espaldas echaba el alcohol sobre los cubos de hielo en los vasos. 

 — ¿A dos dictadores?| 
—Si, recuérdese que yo mate al chivo en la carretera… —dijo refiriéndose a Trujillo. 

Se metió la mano en el cabestrillo que le cubría el brazo izquierdo y de el produjo su revolver calibre cuarenta y cinco. El primer tiro se lo dio en la espalda al nivel del omóplato derecho. El segundo hizo mas daño, y de la suerte de Elías Wessin y Wessin haber sido otra, lo hubiera dejado paralizado de por vida al darle justo en el medio de la espalda.

—… El otro era un cuervo, que le quiso sacar los ojos a los que los criaron, y ahora me estoy dando el gusto de matarlo en su oficina. 

El general Wessin como buscando sostener la vida con las manos se tambaleo hasta que giró sobre sus pies y cayo desgonzado sobre el sillón. La sangre como una fuente surgía de la comisura de sus labios. Un leve movimiento de sus mandíbulas daba la impresión de que quería hablar, solo un leve gemido se le escapaba. El tercer disparo fue hecho contra su estomago por el general que aun seguía sentado. Wessin dio un grito que se ahogó en la sangre que le inundaba la boca y las manos que bailaban como serpientes encantadas al son de alguna flauta imaginaria se las llevó a la grasosa barriga justamente donde el liquido teñía lentamente el uniforme. El cuarto y último proyectil dio justo en el esternón del lado derecho atravesándole el pulmón. Los ojos del hombre fuerte de la república empezaron a perder su intensidad como una bombilla vieja. De su boca salían unos sonidos como de pececito fuera del agua. Su respiración entrecortada mientras se ahogaba en las gárgaras de su sangre. La misma que manchaba su uniforme, el uniforme del terror. 

El asesino se paró de la silla y dando la vuelta al escritorio presidencial se acerco y olio la sangre del moribundo Wessin. Levantó el arma y apuntando el cañón contra la frente de su victima, sobre sus espesas cejas, esbozó una sonrisa diabólica. «Sabe, pude haberlo matado de un solo disparo, uno certero al corazón pero quería hacerlo lentamente para que tuviera conciencia de su fin. Ahóguese en su sangre maldito. Vea como la vida se le escapa por esas heridas mientras su poder se le viene arriba como una torre de naipes». Wessin vomitó mas sangre. Era un liquido de un rojo oscuro, casi negro. Para sorpresa de su verdugo intento sonreír pero no pudo; tampoco hablar. Con su último aliento levantó el dedo y señalo la puerta del despacho pero prontamente la temblorosa mano cayó sobre sus piernas. Para ambos era claro que solo le quedaban unos segundos de vida más. «Si intenta poner esa sonrisa de maricón que usted tiene porque piensa que los guardias afuera van a romper las puertas y al verlo así me van a matar será mejor que empiece a llorar, si es que aun le queda vida para eso, porque el capitán a cargo de su seguridad lo vendió como Judas, por un rango de mayor y diez mil pesos en efectivo». Los ojos se le abultaron a Wessin. El general ad vitam, aun apuntándole a la frente, se le acercó al agónico dictador para escuchar mejor la poca respiración que le quedaba con los pulmones llenándosele de sangre. «Sabe yo soy muy humanitario. No me gusta ver la gente sufrir, por eso le di el tiro de gracia a Trujillo en su linda y bien formada barbilla —mientras decía esto bajaba el cañón hasta el mentón de Wessin—; con usted voy a hacer una excepción, quiero verlo desangrarse hijo’eputa». 

Se sentó en el borde del escritorio a mirarlo morir. El revolver que le había puesto fin a dos dictadores aun empuñado pero ahora sobre sus piernas. Una convulsión más y el señor presidente general Elías Wessin y Wessin se dejó de mover y de hacer ese horrible ruido que se había tornado su respiración. 

—Eso es para que vea que la muerte no trata a nadie de usted, simplemente no respeta. 

El teléfono sonó. El general ad vitam Imbert Barreras, un hombre que acababa de cometer una hazaña digna de fabulas: la muerte de dos dictadores en menos de dos años y sin un rasguño, algo que muy pocos se podían atribuir o quizás nadie, salio lentamente del estupor y con los ojos embotados de excitación contestó la línea. 

—Buenas tardes señor presidente Barreras —dijo la voz parsimoniosa del embajador en su acento de capataz en plantación bananera o quizás de caña de azúcar— ¿Como esta la cabeza del Gobierno de Reconstrucción Nacional?

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